República podrida y momento constituyente
Se nos ha presentado una nueva oportunidad. Como a finales de los años setenta con los grandes paros nacionales o en la vuelta del siglo con el gobierno de transición. Los escándalos de corrupción que vemos en estos días y que hacen, parafraseando al maestro Manuel González Prada, que “donde se pone el dedo brote la pus”, nos llevan nuevamente a la raíz del problema. Estamos ante una nueva oportunidad para cambiar el Perú y abrir un camino de transformación hacia un país verdaderamente democrático.
La república criolla que el neoliberalismo repotencia con el golpe de Estado del cinco de abril de 1992 parece estar llegando a su destino: la descomposición. Pero esto no es setiembre de 2000, cuando se exhibieron los videos de la salita del SIN, ni el salvador es un novísimo Valentín Paniagua que resucita algún espíritu republicano por allí extraviado. No. El edificio institucional ya no necesita de refacciones porque está podrido. Las termitas del fujiaprismo han terminado con él.
Nos engañan quienes nos dicen que es problema de personas o de instituciones. Falso. Ni el más engominado de los prohombres del régimen tiene dedos de organista para lidiar con la situación. Se les han terminado en el correveidile de los favores palaciegos. El problema es de estructuras y estas vienen de atrás. Como me decía hace unas semanas Sinesio López, “a la historia se entra y se sale por la coyuntura” y este es uno de esos momentos privilegiados.
Esto no quiere decir que las estructuras vayan a cambiar por sí solas ni que sus protagonistas vayan a irse. Es más, en su desesperación ya empiezan a clamar por salidas autoritarias. Por ello digo que nadie se retira del escenario de la historia por su propia voluntad. Hay que botarlos y no avisoramos en el horizonte una fuerza capaz de hacerlo. Por eso tenemos que recapitular y saber de qué se trata para no dar palos de ciego en el futuro inmediato.
La república criolla reedita el encuentro del Estado colonial con los poquísimos que en el momento de la independencia eran considerados ciudadanos y jamás ha podido superar esa situación. Como dice el historiador Pablo Macera, al día siguiente del 28 de julio de 1821, el Perú era más colonia y más feudal que nunca. Pero ¿cuál era la característica fundante de esa relación? El patrimonialismo, la no distinción entre el bolsillo privado y el tesoro público. El Perú pasó de ser patrimonio del rey de España a patrimonio de la casta heredera de los españoles. La república nació corrupta porque en su diseño original no tenía otra forma de ser. Y así y todo hay quienes insisten en celebrar un bicentenario.
Esta república criolla y patrimonial intentó varias veces reinventarse, pero siempre potenciando su característica central: privilegiar la vida de un pequeño grupo a costa de los demás. Esa fue la historia de la República Práctica del primer civilismo, de la República Aristocrática del segundo civilismo, de la Patria Nueva con Augusto B. Leguía y el Oncenio, de las dictaduras militares y los adláteres civiles de mediados del siglo pasado, de los fallidos reformismos posteriores. La promesa de la vida peruana, de la que hablaba Jorge Basadre y que levantaron los próceres en el momento de la independencia, fue así sucesivamente traicionada. Con la única excepción de Juan Velasco Alvarado, el principio siguió siendo el mismo: privilegiar la vida de un pequeño grupo a costa de los demás.
No es entonces que haya existido un conjunto de valores republicanos que han sido alimentados a lo largo de nuestra historia y que, a través de la práctica política y la reflexión intelectual, sean una tradición que debamos conservar. La república criolla, como forma política, ha fracasado en ese empeño. No tiene razón entonces el revisionismo histórico de los últimos años, que trata de escarbar en las reinvenciones fracasadas para encontrar “valores republicanos” inexistentes.
Eso no significa que no exista una tradición de crítica contra el poder, plasmada en una saga intelectual que va de Manuel González Prada a José Carlos Mariátegui y el primer Haya de la Torre hasta la época contemporánea, teniendo quizás a Aníbal Quijano, a Carlos Franco y a Carlos Iván Degregori, para mencionar a los que ya no están entre nosotros, como sus representantes. Una tradición crítica que se plasma políticamente en los movimientos nacional populares que animan la izquierda marxista y las corrientes nacionalistas en el siglo XX, renovándose en los últimos años con las luchas de nuestros pueblos originarios, el movimiento feminista y la diversidad sexual, así como los movimientos a favor del medio ambiente.
La tradición crítica, sin embargo, más o menos importante en distintos momentos de nuestra historia, no ha logrado establecer una contra hegemonía política y cultural al poder de turno. Su papel ha sido, en sus mejores momentos, el de una influencia con logros limitados. Dos han sido los intentos en los que se ha estado más cerca de un camino alternativo: el gobierno de Velasco y la Izquierda Unida. Más allá de sus méritos, el gobierno de Velasco tuvo la limitación de ser una dictadura de origen militar, lo que, como señalaba Carlos Franco, estaba en abierta contradicción con su esfuerzo de democratización social. La Izquierda Unida, por su parte, fue una propuesta que, por su agudo sectarismo intra y extrafrentista, no pudo transformar la identidad popular que desarrolló en una alternativa de gobierno exitosa, siendo liquidada por la falsa asociación con el terrorismo senderista y la antipolítica del fujimorismo.
Hasta que llegó el momento culminante para la reinvención de la república criolla y ojalá que su último esfuerzo: el golpe del cinco de abril de 1992. Con él, Alberto Fuljimori y Vladimiro Montesinos, los protagonistas del golpe, se atrevieron a una reedición postrera del legado criollo y su característica central: el patrimonialismo. Esta vez en la versión neoliberal del capitalismo de amigotes: para hacer buenos negocios en el Perú es necesario tener amigos en los puestos claves del Estado. Así, pasan gobiernos y hasta retorna la democracia, pero no cambia la arquitectura de Fujimori y Montesinos. Acaba de caer un presidente de la república porque no pudo explicar la calidad de sus amigotes y seguimos escuchando las grabaciones de los favores supremos entre amigotes.
Hay, sin embargo, una diferencia entre el patrimonialismo anterior y lo ocurrido en los últimos 26 años. La extraordinaria producción de riqueza en este último cuarto de siglo, sin variar un ápice el principio de privilegiar la vida de un pequeño grupo a costa de los demás, ha permitido vender ilusiones. La república criolla en su versión oligárquica era un mundo sin ilusiones para la abrumadora mayoría. Las ilusiones reformistas y revolucionarias de la segunda mitad del siglo XX fueron tachadas por el poder, exitosamente, como irresponsables e imposibles. El neoliberalismo volvió a vender la ilusión del esfuerzo individual a una importante mayoría. Hasta se han fabricado libros, sin ninguna base empírica, señalando que en el medio había sitio. Pero esta ilusión ha tenido frutos que han permitido, aunque sea temporalmente, cubrir lo que no hacían los magros ingresos de la población.
Empero, el declive del modelo que deja a la vista la corrupción rampante, ha empezado a liquidar las ilusiones. Porque, como nos señalan los maestros en sus pancartas de lucha, “el que estudia no triunfa” en el Perú de estos tiempos. Esta erosión, inicial ciertamente, de la hegemonía política pero también cultural del poder neoliberal, pasa a ser crucial en la coyuntura.
Los que mandan empiezan a perder su derecho a mandar, la debilidad del Presidente Vizcarra —formalmente Jefe de Estado— es patética al respecto. Esta pérdida no es sólo en legalidad, como lo vemos en la burla cotidiana del Estado de derecho, sino también en legitimidad. La población deja de creer en sus gobernantes, llámense congresistas, jueces, fiscales, presidentes, ministros, etc, etc. Pero no solo en los personajes, sino, lo que es más trágico, en las instituciones que estos dicen representar, y, por último, en el mecanismo o régimen político que las articula: nuestra alicaída democracia.
Por ello, sin perdonar los crímenes de las personas, que deberán pagar por sus culpas, decimos que las estructuras están infectadas y que continuarán, si no las cambiamos, secretando una y otra vez personajes corruptos. La lección del 2000, que se repite hoy, antes como tragedia y ahora como farsa, es suficiente para que aprendamos de una vez por todas.
La república corrupta del fujimontesinismo de los noventa es el antecedente inmediato de la república podrida de hoy: esta última no hubiera podido existir sin la anterior. No esperemos una tercera edición. Por eso, la única alternativa viable para este país es una Nueva República, que surja de la voluntad soberana del pueblo, a través de elecciones adelantadas y una Nueva Constitución. Cualquier consigna menor es un operativo de distracción de aquellos que no quieren soltar sus privilegios para que proceda el futuro del Perú.
Sin embargo, aquí es preciso distinguir entre la lucha por objetivos menores o parciales, en los que quieren quedarse buena parte de los críticos mediáticos que solo apuntan a maquillar el orden neoliberal, y la lucha por reformas que nos permitan avanzar hacia el objetivo estratégico de una Nueva República. Hay que estar atentos, porque quedarse a medio camino sólo nos llevaría a otra frustración.
Una Nueva República supone también darle una ubicación en nuestro proceso histórico y establecer la proyección, pero también los límites, de nuestro planteamiento. Lo nuevo debe ser negación y a la vez superación de lo anterior. Por eso, el planteamiento debe encaminarse a refundar la república, porque no ejercemos nuestra acción en un terreno baldío, sino en un curso histórico determinado en el cual han existido muchos esfuerzos por darle un camino distinto al Perú, a la par de las reinvenciones fallidas de la república en crisis. Por ello, aspiramos a volver a fundar o refundar lo que se hizo mal. En este sentido, adquiere plena vigencia la propuesta de una Nueva República.
Asimismo, la Nueva República necesita de un diseño que debe plasmarse en una, también nueva, Carta fundamental. El argumento formal para ello es que la Constitución de 1993 es írrita, está viciada de origen, porque fue una Constitución impuesta por una dictadura para quedarse. Sin embargo, la razón de fondo es que se trata de una Carta de otro tiempo, y casi ya de otro poder, que responde como diría Ferdinad de Lasalle, refiriéndose a la breve Constitución alemana de 1849, a otra correlación de fuerzas. El Perú a transformar y construir debe tener su proyecto en una nueva Constitución.
Pero las constituciones no se escriben todos los días y necesitan de un clima de época que las haga posibles. Un clima de época que se haga posible porque unos entran y otros salen de la historia. Este clima se llama momento constituyente y es el tiempo corto en el que el pueblo soberano asume la necesidad de una nueva Constitución.
Una necesidad/conciencia que depende de la capacidad que las fuerzas nacionales y populares tengan para ganar espacio en el país y generar una hegemonía alternativa en los terrenos político y cultural, que les permita enfrentar y derrotar la correlación de fuerzas que hizo posible el golpe del cinco de abril de 1992.
El avance en la construcción de esta hegemonía que podríamos llamar posneoliberal, es lo que nos llevará al momento constituyente.
¡Hacer esto posible es la tarea de la hora!