América Latina y sus falsos dilemas
Con motivo de la sentencia y encarcelamiento de Lula y la profundización de la crisis venezolana la derecha peruana y continental ha redoblado su ofensiva contra la izquierda, poniendo estos hechos como ejemplo del fracaso general de cualquier perspectiva progresista.
Esta operación tiene como una nueva herramienta intentar poner contra la pared a cualquier izquierdista sobre la base de falsos dilemas. ¿Es el gobierno de Maduro una dictadura? ¿Es Lula corrupto? Desde la perspectiva del que pregunta, si contestan que sí le dan la razón a la derecha y desparecerían de la escena y si contestan que no se aislarían y pasarían a ser irrelevantes. Pero lo peor del asunto es que hay muchos que caen, bajando la cabeza y pidiendo humildemente algún lugar en el tren del orden neoliberal so pena de ser “borrados del mapa”.
El caso es que estas preguntas sacan de contexto el problema de fondo y dejan de lado lo sucedido en la región entre 1998 y 2016, como el proceso de transformaciones más importante que se ha producido en nuestras repúblicas desde la independencia. Claro que como todo proceso social y político no es continuo, lineal e irreversible. Más todavía por darse en contextos más o menos democráticos, en los que el pluralismo y la competencia política se dan junto con la polarización, el autoritarismo y la violencia social y política.
Tenemos los casos de México y Venezuela en sus extremos de derecha e izquierda, donde se realizan elecciones en medio de matanzas y fraudes, en un caso y proscripciones en el otro, campeando el autoritarismo de diferente signo. Así como los de Honduras y Colombia en los que continúa la matanza selectiva de dirigentes sociales, en medio del fraude y nuevamente la competencia electoral. Pero también los de Brasil y Argentina en los que se usa el sistema judicial, descaradamente, para perseguir a la oposición, lo que se ha venido en llamar “lawfare” o guerra judicial, encarcelando preventiva o definitivamente a líderes opositores, aunque no se les pruebe nada en los juicios llevados a cabo. Y por último, nuestro querido Perú, en el que todos los ex presidentes de los últimos treinta años están o han estado presos o investigados por corrupción.
¿Por qué sucede esta aguda crisis política en la región? La respuesta de la derecha es muy clara y directa: se trata de un nuevo tipo de autoritarismo, esta vez de izquierda, que ha traído los males actuales especialmente la corrupción. Creo que el problema es otro, se trata de una aguda disputa por el sentido de la democracia entre dos ideas de la misma: la democracia representativa (si puede llamarse así) en su versión neoliberal versus la democracia representativa en su versión social. La primera, pretende instaurar una limitada competencia entre élites, desapareciendo los derechos sociales y culturales y proscribiendo a los opositores. La segunda, sostiene que éste régimen político debe brindar bienestar no limitando sino extendiendo derechos y participación, lo que fortalece el pluralismo y la competencia política. El sectarismo, por supuesto, no deja de presentarse, pero ha sido la excepción y no la regla.
Esta disputa se da sobre un telón de fondo: el estado patrimonial que heredamos de la colonia, donde no se distingue entre el bolsillo privado y el tesoro público. Esta herencia ha sido repotenciada por el régimen de élites que promueve el neoliberalismo y nos ha traído la puerta giratoria y la república lobista, en la que para hacer buenos negocios hay que tener amigos en el poder. Pero tampoco ha podido ser superada por la democracia social en su intento de ampliación institucional e inclusión económica y política. Se trata de una herencia recibida y pobremente transformada. En esta situación nos encontramos.
En este contexto se da la crisis venezolana. Para la derecha peruana y continental el gobierno actual de Maduro es el paradigma de la nueva dictadura latinoamericana y quien no lo acepte no merece formar parte de ninguna democracia. ¿Cuáles son los hechos? Hugo Chávez, que ganó 17 de las 18 elecciones que se convocaron durante sus quince años de gobierno, inició un proceso de transformaciones en 1998 que afectaban el corazón del poder oligárquico en Venezuela, lo cual ha motivado la reacción violenta de los sectores afectados desde un primer momento desarrollando episodios de guerra tanto política como económica contra las medidas del chavismo. Acordémonos de los fallidos golpes de 2002 y 2003 y de las guarimbas armadas de 2013 y 2017. Maduro, por otra parte, fue elegido democráticamente el año 2013, en comicios que fueron reconocidos internacionalmente, pero ha tenido un giro autoritario en los últimos cinco años, en respuesta a una derecha reiteradamente golpista pero también a sectores dentro de su propio movimiento que pretenden “cubanizar” el país llevándolo a una dictadura de partido único como ocurre hoy en la isla.
En esta situación, sin embargo, es preciso reconocer que el gobierno quiso llegar a un acuerdo con la oposición, agrupada en la Mesa de Unidad Democrática (MUD), para que hubieran elecciones libres para Presidente de la República este año 2018. Al efecto se llegó a un pre acuerdo en República Dominicana a principios de febrero que luego ha sido desconocido por la oposición. Producto de ello es que una parte de la MUD, encabezada por Henry Falcón, sí se presenta a las elecciones presidenciales de mayo. Sin embargo, la derecha venezolana, sus homólogos latinoamericanos y el gobierno de los Estados Unidos siguen denunciando las elecciones porque no quieren ninguna solución negociada sino simple y llanamente la liquidación del adversario, hoy convertido en enemigo, que es el chavismo. Desafortunadamente se trata de un país donde, durante largo tiempo, el gobierno ha buscado proscribir a la oposición y viceversa, instalándose una desconfianza que ahora parece imposible de superar.
El encarcelamiento de Lula se da en el mismo contexto. Cuatro gobiernos del Partido de los Trabajadores, entre 2003 y 2016, que realizó, con una sorprendente moderación, un conjunto de transformaciones de fondo de la sociedad brasileña que cuestionaron también el poder oligárquico en ese país. El proceso terminó, no por la voluntad popular expresada en las urnas, que en las últimas cuatro elecciones favoreció al PT, sino por un golpe de estado parlamentario contra una presidenta como Dilma Rousseff a la que no pudieron probarle ningún delito. Pero el trabajo no estaba terminado, había que liquidar a Lula, el dirigente símbolo del proceso y, además, la carta del PT para las próximas elecciones de octubre, especialmente cuando lidera holgadamente todas las encuestas existentes. Dicen que hay siete procesos abiertos en su contra, sin embargo, curiosamente, empezaron por condenarlo en uno donde no tenían pruebas contra él. En novísima teoría penal no lo sentenciaron porque hubieran evidencias en su contra sino porque el juez Sergio Moro llegó a la “convicción”, por las circunstancias, que era culpable.
En este momento de la historia de la región, marcada por un período post guerra fría en el que la derecha efectivamente puede perder el poder por la vía electoral, entramos al momento del “todo vale” institucional en el que si no puedo ganarte en las urnas me consigo un juez amigo que te meta preso, por lo menos hasta que pasen las elecciones. Ya no se trata de la verdad sino de la fabricación que podamos hacer de ella a través de los grandes medios de comunicación.
En estas condiciones, no debemos perder de vista el escenario mayor en el que se desarrollan los acontecimientos. Satanizando a Lula o al gobierno de Maduro, más allá de las culpas por las que deban rendir cuentas, lo que buscan es terminar con el presente y el legado de los gobiernos progresistas que cuestionan su dominación, es terminar con la esperanza en un mundo mejor que fue lo que ha florecido durante casi veinte años en esta América nuestra. Esto es lo que no debemos permitir, preparándonos para afrontar y aprender de las dificultades, incluso de las que surgen en nuestras propias filas, pero denunciando a los rapaces de siempre que lo único que quieren es persistir en el saqueo del trabajo y las riquezas de nuestros pueblos.